apertura

Apertura I, 2008, caisson lumineux 120×80 cm
Apertura II, 2008, caisson lumineux 120×80 cm
Apertura III, 2008, caisson lumineux 120×80 cm
Apertura IV, 2008, caisson lumineux 120×80 cm
Apertura V, 2008, caisson lumineux 120×80 cm
Apertura VI, 2008, caisson lumineux 120×80 cm
Apertura VII, 2008, caisson lumineux 120×80 cm
Apertura VIII, 2008, caisson lumineux 120×80 cm

Apertura.

Una llanura es, casi por antonomasia, lo abierto. En el cuadro imaginario que delimita la mirada podría cruzar, de un momento a otro, una camioneta, un pájaro, un rompimiento de gloria: todo puede transitar por la llanura e incorporarse dócilmente a su lenguaje. Podría decirse que la llanura es el lugar designado para que uno mesure la dimensión de lo habitable. La sensación de estar ante el cielo, parado sobre un planeta como cualquier otro, se acrecienta frente a un horizonte de yerbajos. Hay un extrañamiento en lo abierto, una convicción irracional de ser libres. De ahí el tópico, gastado, de correr con los brazos extendidos a través de los campos. De ahí la identificación del labriego con una versión primigenia de uno mismo.

Las fotografías de María Fernanda Sánchez Paredes muestran llanuras y paisajes que tenderían a representar esa apertura, ese careo entre el mundo y sus inmediaciones. Y sin embargo, por un sutil mecanismo de dislocación, a través de una calculada –e inspirada– construcción de sentido, estas llanuras no son instancias de lo abierto. Pese a mostrar un locus convencionalmente magnánimo, las imágenes transmiten una opresión innegable. Ante ellas, la intuición pasajera de estar dentro del agua se repite –quizás convocada por la sal, las líneas de sal que le imprimen al paisaje algo marino. La emoción newtoniana de vivir en un espacio neutro y absoluto, definido matemáticamente, se desgarra: nuestra forma de habitar el mundo, parece decir Maria Fernanda, está irremediablemente determinada por los fantasmas que proyectamos sobre él. La apertura es también jaula, dédalo, pecera. El cielo deja de ser una posibilidad y se convierte en condena, en límite infranqueable. Las cosas creadas por el hombre, en este contexto, no descansan en mitad del aire sin conflicto sino que son jaloneadas por corrientes invisibles, depositadas en ese punto exacto  de « El salado » por una voluntad estética. Este revés inquietante del paisaje –su determinación, su opresiva calidad de ser finito– tiene siempre un precio que la sensibilidad se cobra. No por nada arden los ojos cuando espiamos la vida privada de los peces. Ese arder de ojos está en estas fotografías. El mundo deja de ser ese algo ajeno en donde el hombre se pasea con indiferencia y pasa a ser una cualidad misma de quien mira: lo mundano. Estas fotografías, entonces, hacen tangible una paradoja: niegan la existencia del vacío retratándolo, poniendo al desnudo la íntima relación entre el cielo, el horizonte y la mirada.

– Daniel Saldaña París, escritor